INTRODUCCIÓN
Todo
estudiante de las Sagradas Escrituras, antes de iniciar su labor, ha de tener
una idea clara de las características del texto que ha de interpretar, pues si
bien es cierto que hay unos principios básicos aplicables a la exégesis de toda
clase de escritos, no es menos cierto que la naturaleza y contenido de cada uno
de éstos impone un tratamiento especial. Al ocuparnos de la interpretación de
la Biblia, hemos de preguntarnos:
¿Qué
lugar ocupan sus libros en la literatura universal? ¿Son producciones comparables
a los libros sagrados de otras religiones? ¿Constituyen simplemente el
testimonio de la experiencia religiosa de un pueblo, engalanado por la agudeza
de sus legisladores, poetas, moralistas y profetas? ¿o forman, como sostiene la
sinagoga judía respecto a Antiguo Testamento y la Iglesia cristiana respecto a
la totalidad de la Escritura, un libro diferente y superior a todos los libros,
el Libro, cuya autoría, en último término, debe atribuirse a Dios? ¿Puede
establecerse una paridad entre Biblia y Palabra de Dios? Obviamente, la
respuesta a estas preguntas desempeña un papel decisivo en la interpretación de
las Escrituras judeo-cristianas. Pero ¿cómo obtener una respuesta válida?
EL TESTIMONIO DE LA PROPIA ESCRITURA
No
puede negarse seriamente que la Biblia, en su conjunto y en gran número de sus
textos, presupone su origen divino, la peculiaridad de que, esencialmente,
recoge el mensaje de Dios dirigido a los hombres de modos diversos y en
diferentes épocas.
Como
reconoce C. H. Dodd, «la Biblia se diferencia de las demás literaturas
religiosas en que se lo juega todo en la pretensión de que Dios se reveló
realmente en unos acontecimientos concretos, documentados, públicos. A menos
que tomemos esta pretensión en serio, la Biblia apenas si tiene sentido, por
grande que sea el estímulo espiritual que nos procuren sus pasajes selectos».
Lógicamente,
no podemos aducir este hecho como demostración de que hay un elemento divino en
la Escritura, pero es un dato importante que nadie debe despreciar. El
testimonio que una persona da de sí misma no es decisivo. Puede no ser
verdadero; pero puede serlo y, de acuerdo con un elemental principio de
procedimiento legal, tal testimonio no puede ser desechado a priori.
A
menos que pueda probarse fehacientemente su falsedad, la información que aporta
siempre es de valor irrenunciable. Este principio es de aplicación a la
Escritura. G. W. Bromiley lo expresa con gran luminosidad: «Cuando afirmamos la
autoridad sin par de la Biblia, ¿es legítimo apelar al propio testimonio de la
Biblia en apoyo de tal afirmación? ¿No es esto una forma abusiva de dar por cierto
lo que está bajo discusión, hacer de la Biblia misma el árbitro primero y final
de su propia causa? ¿No somos culpables de presuponer aquello que somos
requeridos a probar?
La
respuesta a esta pregunta es, por supuesto, que no acudimos a la Biblia en busca
de pruebas, sino de información.» Y esta información, examinada sin prejuicios,
hace difícil rechazar la plausibilidad de una intervención divina en la
formación de la Escritura y relegar sus libros a la categoría de literatura
histórico-religiosa de origen meramente humano. Lo que A. B. Davidson escribió
acerca del Antiguo Testamento podemos hacerlo extensivo a la totalidad de la
Biblia: «No vamos a él con la idea general de que es la palabra de Dios
dirigida a nosotros. No vamos a él con esa idea, pero nos alzamos con la idea
después de haber tenido contacto con él.»
Abundan
los textos de la Escritura en los que se atestigua una revelación especial de
Dios, quien de muy variadas maneras habla a sus siervos para comunicarles su
mensaje. Una de las frases más repetidas en el Antiguo Testamento es: "y
dijo Dios», o la equivalente: «Vino palabra de Yahvéh.»
Esta
«palabra» de Dios es creadora y normativa
desde el principio mismo ge la historia de Israel. (He aquí sólo algunas citas
del Pentateuco: Ex. 4: 28; 19: 6, 7; 20:1-17; 24: 3; Nm. 3: 16, 39, 51; 11: 24;
13: 3; Dt. 2: 2, 17; 5: 5-22; 29: 1-30: 20.) Israel adquiere plena conciencia
de su entidad histórica bajo la influencia de los grandes actos de Dios y de la
interpretación verbal que de esos actos da Dios mismo por medio de Moisés.
Negar
esta realidad nos obligaría a explicar el fenómeno del origen histórico de
Israel sobre la base de leyendas fantásticas, inverosímiles, poco acordes con
la objetividad del marco geográfico-histórico y de costumbres que hallamos en
los relatos bíblicos y con la seriedad del hagiógrafo.
Por
otro lado, mal cuadraría una base plagada de falsedades con la estructura
político-religiosa de un pueblo que, desde el primer momento, es instado a
condenar enérgicamente el engaño de todo falso profeta (Dt. 13).
Además,
la palabra de Dios se entrelaza con la historia del pueblo israelita no sólo en
sus inicios, sino a lo largo de los siglos, hasta que Malaquías cierra el
registro de la revelación veterotestamentaria.
Todos
los grandes acontecimientos en los anales de Israel están de algún modo
relacionados con mensajes divinos. Dios habla a los jueces, a los reyes, a los
profetas. Así, a lo largo de los siglos, se va acumulando un riquísimo caudal
de enseñanza, normas, promesas y admoniciones que guían al pueblo escogido
hasta los umbrales de la era mesiánica. Esto hace que la historia de Israel
sólo tenga sentido a la luz de la relación única entre el pueblo y Yahvéh sobre
la base de la revelación y del pacto que Él mismo ha establecido.
Pero
no es únicamente la riqueza de contenido del Antiguo Testamento lo que
sorprende. Llama la atención su coherencia y armonía. No se nos presenta como
una simple acumulación de hechos, ideas y experiencias religiosas, sino como un
proceso regido por una finalidad, como un conjunto en el que las partes encajan
entre sí y que responde a esa finalidad.
La
historia de Israel, tal como aparece en la Escritura, es un todo orgánico, no
una agrupación de historias. No es fácil explicar esta característica del
Antiguo Testamento, y de la Biblia en general, si no admitimos la realidad de
la acción de Dios, tanto en la revelación como en la preservación y
ordenamiento de ésta en la Escritura.
Al
pasar al Nuevo Testamento, se observa igualmente el lugar preponderante de la
palabra de Dios. Los evangelistas, testigos de cuanto Jesús hizo y dijo (l Jn.
1:1-3), ven en Ella culminación de la revelación de Dios. Era la palabra de
Dios encarnada, el gran intérprete de Dios (Jn. 1:14, 18). Ponen en sus labios
palabras que muestran la autoridad y el origen divino de sus enseñanzas (Mt.
5:21-48; 7:28,29; Jn. 7:16; 13:2,26; 8:28; 12:49; 14:10,24 y pasajes paralelos
de Marcos y Lucas).
La
comunicación divina no se extingue con el ministerio público de Jesús. Se
completaría, según palabras de Jesús mismo, con el testimonio y el magisterio
de los apóstoles bajo la guía del espíritu
Santo (Jn. 14:26; 16:13). Así lo entendieron los propios apóstoles, persuadidos de
que sus palabras.
,eran ciertamente «la palabra de Dios» (1 Ts.
2: 13; véase también Hch. 4: 31; 6: 2, 7; 8:14,25; 11: 1; 12: 24; 17: 13; 18:
11; 19: 10; Col. 1: 25,26; 1 Ts. 4: 15; 2 Ti. 2: 9; Ap. 1:2, 9).
La
convicción generalizada en profetas y apóstoles campeones de probidad de que
eran instrumentos
para comunicar
el mensaje recibido de DIOS, ¿puede atribuirse a una ilusión
SI no a superchería?
Si
nos libramos de prejuicios filosóficos, ¿no es más honesto dar crédito al
testimonio de aquellos hombres? Si Dios existe, ¿no era de esperar su
revelación? La Escritura se atribuye la función de ser testimonio y registro de
esa revelación.
CREDIBILIDAD DE LA REVELACIÓN
Desde
un punto de vista lógico, cabía esperar que Dios se comunicara con los hombres
de modo tal que éstos pudieran tener un conocimiento adecuado de El, de su
naturaleza, de sus propósitos y de sus obras. Tal conocimiento no podía ser
alcanzado por la llamada revelación general o natural. Es verdad que «los
cielos cuentan la gloria de Dios» (Sal. 19: 1).
Las
obras de la creación nos hablan de la sabiduría y el poder de Dios. Incluso nos
muestran evidencias de su bondad; pero nada nos dicen de su justicia, de su
misericordia o de los principios morales que rigen su relación con el universo,
en especial con el hombre, hecho a imagen de Dios.
Tampoco
arroja luz la revelación general sobre el actual estado de la humanidad en su
grandeza y en su miseria, sobre el sentido de la vida humana o sobre el
significado de la historia. Aunque el pecado no hubiera oscurecido la mente
humana -hecho que limita su capacidad de discernimiento e, la luz de la
naturaleza habría sido insuficiente para tener un conocimiento adecuado de Dios
y de su voluntad.
Si
creemos en la bondad de Dios, es presumible que Dios no dejara al hombre en la
oscuridad de su ignorancia con todos los riesgos que ésta conlleva. Para
librarnos de ella, la razón humana es del todo ineficaz. Los más grandes
pensadores de todos los tiempos no han hecho otra cosa que construir un
laberinto entrecruzado por mil y una contradicciones en las que la mente se
pierde víctima de la incertidumbre. Las conclusiones derivadas de reflexiones
sobre
la naturaleza o sobre la historia son poco fiables; tanto pueden conducirnos a
formas más o menos arbitrarias de religiosidad como al agnosticismo o al
ateísmo.
En
lo que se refiere al orden moral, ningún examen empírico del universo o de la
propia naturaleza humana puede guiarnos con certeza en lo que concierne a
normas éticas. Lo recto y lo justo vendrá determinado por múltiples factores
culturales y sociales, pero siempre será algo relativo, coyuntural, variable.
Lo que en un lugar y época determinados se consideraba normal, en lugares
distintos y en tiempos posteriores ha sido visto como abominación.
Los
sacrificios humanos, el infanticidio, la esclavitud, la prostitución sagrada,
etc. no escandalizaban en la antigüedad.
Hoy
nos parecen monstruosidades. Pero todavía en nuestros días, cuando la ética, la
psicología y la sociología tratan de sugerir normas de comportamiento, las
divergencias subsisten. y a
menudo, en muchos aspectos se observa un retroceso a aberraciones análogas a
las de .antaño: legalización del aborto, de la eutanasia, de la homosexualidad,
etc.
Sólo
una intervención de Dios mismo puede guiarnos a su conocimiento y al de las
grandes verdades que conciernen decisivamente a nuestra existencia. Como afirma
Bernard Ramm: «El conocimiento acerca
de Dios debe ser un conocimiento que proceda de Dios, y
su búsqueda debe dejarse gobernar por la naturaleza de Dios y de su
autorrevelación.» Muy sugerente es la ilustración que el mismo autor usa a
continuación cuando compara la revelación especial a una autobiografía de Dios,
la cual, obviamente, ha de ser infinitamente superior a cualquier biografía de
Dios que pudiera proponerse.
Únicamente
Dios podía dar al hombre el conocimiento que éste necesitaba. Pero ¿se lo ha
dado? La necesidad de una revelación no es una prueba de que tal revelación
haya tenido lugar. ¿Se ha comunicado Dios con los hombres de modo que puedan
comprenderle y vivir en comunión con El? El autor de la carta a los Hebreos nos
da una respuesta categórica: «Dios ha hablado» (He. 1:1-3). Pero afirmación tan
rotunda ¿tiene suficiente base de credibilidad?
La
respuesta es positiva, aunque no simple. La base de credibilidad no radica
tanto en argumentos lógicos como en hechos que se extienden a lo largo de la
historia, en una trama compleja de acontecimientos humanos entrelazados con los
hilos de la urdimbre divina. Como subraya Geerhardus Vos, «el proceso de la
revelación no es sólo concomitante con la historia, sino que se encarna en la
historia».
Debe
tenerse presente, sin embargo, y contrariamente a lo que algunos sostienen, que
la revelación no consiste sólo en eventos históricos, actos de Dios. Incluye
manifestaciones verbales de Dios que interpretan los actos. Sin esta parte de
la revelación, llamada «proposicional», los hechos históricos quedarían sumidos
en la ambigüedad. Pongamos como ejemplo el éxodo, acontecimiento cumbre en la
historia de Israel. Despojado de la interpretación oral dada por Dios mismo
a Moisés (Éx. 3),
fácilmente
perdería la riqueza de su hondo significado.
La
historia
registra otros casos
de movimientos migratorios y episodios de: emancipación colectiva sin ninguna significación especial. La salida de Israel de Egipto pudo haber sido uno más.
Pero)a revelación bíblica no Se limita
a consignar el hecho escueto; añade lo declarado por Dios respecto a sus propósitos
para con. aquel pueblo. y las especiales
relaciones que a el le unirían
con miras a convertIrlo en un testigo del Dios verdadero y de su justicia.
Lo
mismo podríamos decir del
evento supremo
de la historia: la muerte de Jesús. Sin una explicación
divina, este hecho podría
interpretarse de los modos más
diversos y con toda seguridad
ninguna interpretación expresaría el glorioso significado de lo acaecido en el
Gólgota. Sólo la palabra de Dios, a través del Hijo, podía desentrañar el
misterio de la cruz: «Esto es mi sangre del nuevo pacto que va a ser derramada
por muchos para remisión de pecados » (Mt. 26:28). .
Los
grandes actos de Dios son interpretados por Dios mismo, no por hombres. Así la
interpretación divina completa
la revelación a fin de que ésta cumpla su finalidad y libre
a los hombres de equívocos, ambigüedades y errores. Como hace notar Oscar
Cullmann «la revelación consiste de ambos: del acontecimiento como tal y de
su interpretación. Esta inclusión del mensaje salvador de los acontecimientos
salvadores es del todo esencial en el Nuevo Testamento»: Podríamos añadir que
es esencial en toda la Biblia.
La
credibilidad de la revelación bíblica es avalada por su unidad esencial en la
diversidad de sus formas y en su carácter progresivo.
Sus
variados elementos teológicos, éticos, rituales o ceremoniales constituyen un
todo armónico, con unas constantes que se mantienen tanto en cuanto se refiere
a los atributos y las obras de Dios como en lo relativo a la condición moral
del hombre, a su relación con Dios, al culto, a la conducta, etc. En el centro
está Dios mismo. Paulatinamente, de este centro va emergiendo con claridad creciente
la figura del Mesías redentor, en quien culminará todo el proceso de la
revelación.
En
el período anterior a Cristo, la revelación
es en gr?? Parte preparatoria. Es anuncio, promesa. En
Cristo, la revelación es el mensaje del cumplimiento, con el que se abren las perspectivas
finales de la humanidad. En El se cumplen multitud de predicciones del Antiguo
Testamento; se hacen realidad sus símbolos y sus esperanzas.
Todas
las líneas del Antiguo Testamento convergen en Aquel que es el profeta por excelencia,
el máximo sumo sacerdote y el gran rey cuyo imperio perdurará eternamente. Su
persona, sus palabras y su obra constituyen el cenit de la revelación. Las
teofanías o cualquier otra forma anterior de comunicación divina habían sido,
en palabras de René Pache, «un relámpago en la noche, en comparación con la
encarnación del que es la luz del mundo.
Los
profetas recogían y transmitían los fragmentos de los misterios que el Señor
tuvo a bien comunicarles. Pero el Padre no tiene secretos para con el Hijo.
Este es en sí mismo "el misterio de Dios en quien están escondidos todos
los tesoros de la sabiduría y del conocimiento" (Col. 2:2, 3).
A
todo lo expuesto, podemos añadir la majestuosidad de la revelación bíblica en
su conjunto, la profundidad de sus conceptos, la perennidad de sus principios,
así como la incomparable influencia que ha ejercido -y sigue ejerciendo- en el
mundo.
Atribuir
estas cualidades al genio religioso de unos hombres, enormemente separados
entre sí en el tiempo y diversamente influenciados por el diferente entorno de
cada uno de ellos, es apretarse sobre los ojos la venda de los prejuicios en un
empeño obstinado de negar toda posibilidad de revelación.
REVELACIÓN Y ESCRITURA
Cuanto
hemos señalado sobre la revelación tiene su base en el contenido de la Biblia.
Sin ésta nada sabríamos de aquélla. Existe, pues, una correlación entre ambas.
No es accidental esa correlación, sino que responde a un propósito y a una
necesidad. No se produce porque algunos de los hombres a quienes Dios hizo
objeto de su revelación se sintieran movidos por sus propias reflexiones a
registrar en textos escritos el contenido de lo revelado.
Según
el testimonio bíblico, es Dios mismo quien, directa o indirectamente, ordena la
«inscripturación» (Ex. 17: 14; 24: 4; 34: 27; Dt. 17: 18, 19; 27: 3; Is. 8: 1;
Jer. 30: 2; 36: 2-4; Dn. 12: 4; Hab. 2:2; Ap. 1:11, 19). No es preciso un gran
esfuerzo mental para comprender que tanto los profetas del Antiguo Testamento
como los apóstoles vieron en la escritura el único medio de preservar fielmente
la revelación y lo utilizaron.
La
gran reverencia con que el pueblo judío miró siempre sus Escrituras y la
autoridad divina que les atribuían se debían, sin duda, al convencimiento de
que eran depósito de la revelación de Yahvéh. Lo mismo puede decirse en cuanto
al significado que para la Iglesia cristiana tenían tanto los libros del
Antiguo Testamento como los del Nuevo.
Los
textos del primero son considerados como santos (Ro. 1: 2) o sagrados (2 Ti. 3:
15); como palabra de Dios (Jn. 10: 35, Ro. 3: 2). A los del Nuevo Testamento,
desde el primer momento, se les atribuye un rango tan elevado que los equipara
a «las demás Escrituras» (2 P. 3: 16)
Lo
sabio de preservar la revelación mediante la escritura no admite dudas. Por más
que antiguamente, especialmente en Israel la transmisión oral de las
tradiciones alcanzara elevadas cuotas de fiabilidad, era inevitable que el
contenido de la comunicación
original sufriera desfiguraciones en el transcurso del tiempo.
La
revelación no habría escapado a los efectos de este fenómeno natural. Su
deformación habría. sido probablemente mas rápida y grave a. causa de las
fuertes influías del paganismo
que siempre se ejercieron sobre Israel. Solo la escritura podía
fijar
la revelación de modo permanente. Y así lo entendió también a Iglesia
cristiana.
Por
supuesto, no se pretende que la Escritura
haya escogido
todo lo que Dios había revelado. Parte de los escrito
proféticos no llegaron
a ser incorporados al canon veterotestamentario (2ª Cron 9:29). Jesús hizo
«otras muchas cosas» que no aparecen en los evangelios
(Jn. 21 :25) y los apóstoles escribieron cartas que no aparecen
en el Nuevo Testamento (1ª Co
5:9; Col. 4: 6). Pero
el material recogido
en los libros de la Escritura
es suficiente para que se
cumpliera el propósito de la
revelación. Nada esencial ha sido omitido.
El
contenido de la Biblia es determinado para la finalidad de la
misma: guiar a los hombres al conocimiento de Dios
y a
la fe. A partir de ese conocimiento y de esa fe, la Escritura capacita al
creyente para vivir en conformidad con la voluntad de Dios
una comprensión clara del objeto de la Escritura nos l1ibrraarráa de los
problemas que a menudo se han planteado
alegando, deficiencias
de la Biblia desde el punto de Vista científico o histórico.
La
revelación, y por ende la Escritura, no nos ha sido dada para llegar a aprender
lo que podemos llegar a conocer por otros medios, sino con el único propósito
de que alcancemos a saber lo que sin ella nos permanecería velado: la verdadera
naturaleza de Dios y su obra de salvación a favor del hombre. Este hecho
adquiere importancia capital cuando hemos de interpretar la
Biblia, pues no pocas dificultades se desvanecen cuando se tiene en cuenta lo
que es y lo que no es finalidad de la revelación.
INSPIRACIÓN DE LA BIBLIA
Es
éste uno de los puntos más controvertidos de la teología cristiana. Aun dando
por cierto que la revelación dio origen a la Escritura, queda por determinar
hasta qué punto y con qué grado de fidedignidad lo escrito expresa lo revelado.
¿Cabe atribuir la
acción de escribir los libros de la Biblia una intervención divina, paralela
complementaria a la de la revelación, que garantice la fiabilidad de los
textos? ¿Puede decirse que la Escritura fue inspirada por Dios de modo tal que
nos transmite sin error lo que Dios tuvo a bien comunicarnos?
Existe
en la teología contemporánea una tendencia a reconocer una revelación
sobrenatural sin admitir una sobrenatural inspiración de la Biblia. Se acepta
que Dios se manifestó y «habló» desde los días de los profetas hasta
Jesucristo, pero no que la Escritura en sí sea revelación. Sólo puede
concederse que la Biblia contiene el testimonio humano de la revelación. Lo
revelado llevaba el sello de la autoridad de Dios; pero el testimonio escrito
de profetas y apóstoles estaba expuesto a todos los defectos propios del
lenguaje humano, incluidos la desfiguración y el error.
Esta
concepción de la Escritura tiene su base en la filosofía existencialista y en
la teología dialéctica. Para la neo-ortodoxia, representada principalmente por
Karl Barth y Emil Brunner, el texto bíblico no puede ser considerado
revelación, por cuanto está expuesto al control del hombre. Equiparado a la
revelación sería aprisionar al Espíritu de Dios -usando frase de Brunner-
«entre las cubiertas de la palabra escrita».
La
Biblia es digna del máximo respeto y debe ser objeto de lectura reverente, ya
que Dios ha tenido a bien hablarnos a través de ella. La Biblia no es palabra
de Dios, pero se convierte en palabra de Dios cuando, mediante su lectura, Dios
nos hace oír su voz. Esto sucede independientemente de los errores que, según
los teólogos neo-ortodoxos, contiene la Biblia.
Otras
escuelas teológicas mantienen posturas semejantes. En el fondo, a pesar de sus
alegatos en defensa de su distanciamiento del liberalismo racionalista, siguen
imbuidos de su espíritu y comparten una actitud crítica respecto a la autoridad
de la Escritura.
La
razón, el rigor científico y el pragmatismo existencial deben imponerse a
cualquier dogma relativo a la letra de los textos bíblicos.
Liberado
el protestantismo del papa de Roma, no debe caer en la sujeción a un «papa de
papel».
Pero
esta postura ni expresa la opinión tradicional de la Iglesia cristiana,
continuadora del pensamiento judío, ni hace justicia al propio contenido de la
Escritura o a los principios de una sana lógica. Como veremos más adelante, las
declaraciones de los profetas, las de Jesús y posteriormente las de sus
apóstoles no dejan lugar
a dudas en cuanto al concepto que la Escritura les merecía.
Sin
formular de modo muy elaborado una doctrina de la inspiración, aceptan de modo
implícito lo que explícitamente afirmó Pablo: «Toda Escritura es inspirada
divinamente» (2 Ti. 3:16). Es la única conclusión plausible, a menos que
descartemos por completo el propósito de la revelación. Si Dios tuvo a bien
revelarse a lo hombres y si la Escritura era el medio más adecuado para que El
contenido de tal revelación se preservara y difundiera, era de esperar
que Dios asistiera a los hagiógrafos a fin de que lo que escribían
expresara realmente lo que Dios había hecho, dicho o enseñado.
¿De
qué utilidad sería un testimonio de la revelación deteriorado por errores,
tergiversaciones, exageraciones y desfiguraciones diversas? Aun admitiendo la
buena fe de los escritores sagrados, resultaría difícil una transmisión de la
revelación sin cae en alguna forma de corrupción, propia de los defectos y
limitaciones de todo ser humano. Sólo la acción inspiradora de Dios podía
evitar tal corrupción. Como afirma Bernard Ramm, «la inspiración, es, por así
decirlo, el antídoto contra la debilidad del hombre y sus intenciones
pecaminosas. Es la garantía de que la palabra de la revelación especial
continúa con la misma autenticidad»."
CONCEPTO DE LA INSPIRACIÓN
En
opinión de muchos, aun de los más racionalistas, la Biblia constituye una obra
magna y a sus autores puede atribuírseles el don de la inspiración, pero sin
reconocer en ésta nada de sobrenatural.
La
inspiración bajo la cual escribieron los autores del Antiguo y del Nuevo
Testamento es análoga a la que mueve al poeta, al pintor o al escultor a
realizar sus obras maestras. Es la inspiración de los genios. La Biblia, según
esta opinión, es la monumental producción del genio religioso de Israel.
Pero
el concepto cristiano de la inspiración de la Escritura es diferente y
superior. Tal concepto podía resultar mucho más claro en los días apostólicos
que en nuestro tiempo. El antiguo mundo helénico estaba familiarizado con los
oráculos paganos. Éstos eran tenidos por inspirados en el sentido de que
procedían de personas sobrenaturalmente poseídas según se creía- por un poder
divino, que hablaban bajo el impulso de un aflato misterioso.
Lo
que de fraudulento o demoníaco pudiera haber en aquellos oráculos no modifica
el concepto de inspiración existente en la mente popular cuando Pablo declaró:
que «toda Escritura es inspirada divinamente». Sus lectores, tanto judíos como
griegos, entenderían perfectamente lo que quería decir: que la Escritura era la
obra de hombres especialmente asistidos por el Espíritu de Dios para comunicar
el mensaje de Dios.
A
partir del concepto expuesto, podemos definir la inspiración de la Biblia como
la acción sobrenatural de Dios en los hagiógrafos que tuvo por objeto guiarlos
en sus pensamientos y en sus escritos de modo tal que éstos expresaran,
verazmente y concordes con la revelación, los pensamientos, los actos y la
voluntad de Dios.
Por
esta razón, puede decirse que la Biblia es Palabra de Dios y, por consiguiente,
suprema norma de fe y conducta. El texto de 2 Ti. 3:16, al que ya nos hemos
referido, es fundamental para comprender el significado de la inspiración. El
término griego usado por Pablo, theopneustos,
indica literalmente que fueron producidas por el «soplo de Dios». Con
ello se da a entender no sólo que los escritores fueron controlados o guiados,
sino que, de alguna manera, Dios infundía a sus escritos una cualidad especial,
de la que se derivaba la autoridad y la finalidad de la Escritura (e útil para
enseñar, para convencer, para corregir», etc.).
Que
el texto mencionado se traduzca como algunos lo han traducido (e toda Escritura
divinamente inspirada es útil) no
modifica esencialmente el sentido de lo que Pablo quiso expresar, y esto no era
otra cosa que la convicción generalizada entre los judíos de su tiempo de que
el Antiguo Testamento, en su totalidad, había sido escrito bajo la acción
inspiradora de Dios. De modo gráfico y con gran acierto lo expresa G. W. H.
Lampe cuando escribe: «La palabra (theopneustos)
indica que Dios, de alguna manera, ha puesto en estos escritos el hálito
de su propio Espíritu creativo, al modo como lo hizo cuando sopló aliento de
vida en el hombre que había formado del polvo de la tierra (Gn. 2: 2).»
No
menos significativo es el texto de 2 Pedro 1:20, 21, en el que categóricamente
se señala la función profética del Antiguo Testamento en relación de
subordinación a la acción del Espíritu Santo. De modo tan correcto como
expresivo traduce la Nueva Biblia Inglesa (New English Bible) el
versículo 21: «Porque no fue por antojo humano que los hombres de antaño
profetizaron; hombres eran, pero, impelidos por el Espíritu Santo, hablaron las
palabras de Dios.» «Impelidos» o «movidos» son términos usados para traducir el
original [erámenoi, es decir
«llevados», como lo es un barco de vela impulsado por el viento.
La
acción divina sobre los hagiógrafos no debe entenderse en todos los casos como
un fenómeno de manifestaciones psíquicas extraordinarias, tales como la visión,
el trance, el sueño, audición de voces sobrenaturales, estados de éxtasis en
los que el hombre es
mentalmente transportado más allá de sí mismo. Podía consistir
simplemente en la influencia sobre el pensamiento o en la guía divina que
dirigiera la investigación y la reflexión del escritor (Comp. Lc. 1:1-3).
Tampoco
debe interpretarse la inspiración en sentido mecánica, como si Dios hubiese
dictado palabra por palabra cada uno de los libros de la Biblia. En este caso
no habría sido necesario que Dios se valiera de hombres especialmente dotados
para escribir y, como irónicamente sugería Abraham Kuyper, «cualquier alumno de
enseñanza primaria que supiera escribir al dictado podría haber escrito la
carta a los Romanos tan bien como el apóstol Pablo»."
La
inspiración no anula ni la personalidad, ni la formación, ni el estilo de los
escritos sagrados, sino que usa tales elementos como ropaje del contenido de la
revelación. Los hagiógrafos pueden ser considerados como órganos humanos que
Dios usa para producir la Escritura. Cada órgano conserva su particular
naturaleza, lo que da como resultado una mayor variedad, belleza y eficacia al
conjunto escriturístico. Este hecho ha sido ilustrado desde tiempos de los
Padres de la Iglesia mediante metáforas de instrumentos musicales que suenan
por el soplo del Espíritu Santo.
Lo
que se ha querido significar es que el origen de la Escritura es a la vez
divino y humano. «La Iglesia -escribe Bernard Rammestá obligada a confesar que
la grafé es a un tiempo palabra
de Dios y palabra de hombre, y debe evitar todo intento de explicar el misterio
de esta unión.»
Es
de suma importancia mantener equilibradamente el doble carácter de la
Escritura. La exaltación desmedida de cualquiera de sus aspectos conduce a
error. Pretender salvar la plena inspiración de la Biblia y lo que de divino
hay en su origen anulando prácticamente su componente humano sería introducir
en la bibliología una nueva forma de docetismo. La enseñanza doceta pugnaba por
salvaguardar la plena divinidad de Cristo negando lo real de su humanidad. Tan
equivocada como esta doctrina es la que sólo ve en la Biblia palabra de Dios y
no palabra de hombres.
Pero
igualmente errónea -y de consecuencias más graves- es la conclusión a que llega
la crítica radical de que los textos bíblicos son producción meramente humana a
la que no hay por qué atribuir elemento alguno de inspiración sobrenatural.
Según
algunos teólogos, Dios puede comunicarnos algo de su verdad a través de la
Biblia, pero ello no cambia el hecho
de que, a causa de sus inexactitudes y falsedades, la Biblia no sea
racionalmente fiable. Estos teólogos, como atinadamente observa T. Engelder,
«rehúsan creer que Dios ha hecho el milagro de darnos por inspiración una
Biblia infalible; pero están prestos a creer que El realiza diariamente el
milagro mucho mayor de hacer a los hombres capaces de descubrir la palabra
infalible de Dios en la palabra falible de los hombres».
En
los sectores evangélicos
conservadores se tiende al desequilibrio por el lado del
énfasis en el elemento divino de la Escritura por lo que debemos ponderar
objetivamente la dimensión humana de ésta. De lo contrario resultaría difícil
refutar la acusación de «bibliolatría» que se hace contra los que sostienen tal
énfasis.
Una
posición intermedia es la de quienes admiten la existencia de una revelación
especial, pero ven en la humanidad de la Escritura una causa de pérdida parcial
y alteración de aquélla dado que las características humanas condicionan lo
escrito de ta] manera .que la es posible discernir en su texto la verdad de
Dios.
B.
Warfield Ilustró y refutó este punto de vista con excepcional lucidez: «Como la
luz que pasa a través de los cristales coloreados de una catedral se nos dice, es
luz del cielo, pero resulta teñida por la coloración del cristal, así cualquier
palabra de Dios que pasa por la. mente y ~l alma
de un hombre queda descolorida por la personalidad mediante
la cual es dada, yen la medida en que esto sucede deja de ser la pura palabra
de Dios.
Pero
¿qué si esa personalidad
ha Sido
formada por Dios mismo con
el propósito concreto de impartir a la palabra comunicada a
través de ella el colorido que le da? ¿Qué si los colores de los ventanales han
sido ideados por el arquitecto con
el fin específico de dar a la luz que penetra en
la catedral precisamente la tonalidad y la calidad que recibía de
ellos?
Cuando
pensamos en Dios el Señor dando por su Espíritu unas Escrituras
autoritativas a su pueblo, hemos de recordar que El es el Dios
de la providencia y de la gracia como lo es de
la revelación y de la inspiración, y que Él tiene todos los hilos de la
preparación tan plenamente bajo su dirección como la operación específica que
técnicamente denominamos en el sentido
estricto, con el nombre de "inspiración»
Frecuentemente se
usa la analogía entre Cristo, en su doble naturaleza divina y humana, y la
Biblia. En la encarnación de Cristo, la Palabra se hizo carne; en la Biblia, la
Palabra se hizo escritura.
Pero
uno de los principales aspectos de la encarnación del Verbo de Dios es
precisamente el de la humillación con sus limitaciones.
El
Hijo realizaría su obra de revelación y redención en un plano de servidumbre.
Sin embargo, conviene proceder con cautela establecer
el paralelo
entre encarnación e «inscripturación », a fin de no racionalizar excesivamente
el misterio de la Escritura.
Las
reservas al respecto de teólogos como B. Warfield, J. Packer y G. C. Berkouwer
no Son injustificadas.
Reconocida
la concurrencia de ambos factores en la Escritura el divino y el humano, hemos
de admitir este último en su naturaleza
real, no idealizada. Los hagiógrafos no se expresaron en lenguaje divino o
angélico, sino en lenguaje de hombres, en el lenguaje propio
de cada lugar, época, costumbres y demás circunstancias que sus libros fueron
escritos, con todas las limitaciones
debilidades inherentes a toda forma de lenguaje: No obstante estas
debilidades Y
limitaciones no menguan la riqueza de la
revelación que la Escritura entraña en la cualidad de su Inspiración divina Que
la Escritura llegue a nosotros como sierva no quiere decir que sea una sierva
maniatada por la ambigüedad y, la certidumbre.
Por
el contrario, a pesar de su humana condición no deja de ser el instrumento
escogido para hacer llegar a nosotros con toda autoridad la palabra de Dios. La
Sierva es humilde,
sí; pero
cumple cabalmente el servicio que le ha sido asignado por su Señor. La
humanidad de la Biblia plantea problemas de
interpretación, pero no de credibilidad.
A
lo largo de sus páginas, se suceden
las más duras denuncias contra los falsos :profetas. Toda Invención o toda
tergiversación del mensaje divino es condena
enérgicamente (Dt. 13: 1-5; 18: 20; Jer. 14: 15; 28: 5-17; Zac. 10. 2,3, 13: 3;
Mt. 7: 22, 23; Gá. 1:6-9; 2 P. 2: 1-3;. Ap. 22:18, 19). Podernos, pues tener la
seguridad de que los escritores sagrados fueron fieles transmisores del
mensaje divino. Las dificultades
exegéticas con que a menudo tropezamos en los textos
bíblicos no
afectarán la integridad moral de los escritores ni a la fidedignidad de sus
escritos.
CRISTO Y LA ESCRITURA
Para
el cristiano, la opinión de Cristo sobre cualquier cuestión es,
lógicamente, decisiva. y es evidente.
que la autoridad de
la Escritura, derivada de su inspiración divina, fue reiteradamente reconocida
por Jesús.
Con
respecto al Antiguo Testamento, Jesús pone su sello e aprobación sobre todas sus partes
al reconocer su
normatividad, con vigencia en su propia Vida y en sus enseñanzas Con el
«Escrito está» rechaza las tentaciones del diablo. Con la misma frase
u otras análogas, refuta las objeciones de sus adversarios y ratifica
los principios éticos que han de regir la Vida rumana. Así mismo hace aflorar
el abundante testimonio que de
El mismo
dan. Los libros del Antiguo Testamento. Tanto un ministerio
de predicación
como sus obras milagrosas los rechazaba en cumplimiento de lo que estaba
escrito.
Si
en algún momento parece que Jesús no sigue lo preceptuado en el Antiguo Testamento (Comp.
Mt. 5: 21 :44), antes ha dejado bien sentado que el propósito de su venida al
mundo no es abrogar la ley o los profetas. No ha venido para anular, Sino para
cumplir (Mt. 5:17-19). Las aparentes modificaciones de las enseñanzas
veterotestamentarias eran más bien una elevación de las mismas a un plano
superior.
Jesús
superaba la letra de la ley para penetrar en la interioridad viva de los pensamientos,
los sentimientos y las intenciones del hombre. En algún caso (la cuestión del
divorcio, por ejemplo), la discrepancia de Jesús con lo prescrito en el Antiguo
Testamento no hace sino poner de relieve la firmeza de los fundamentos morales
revelados desde el principio, así como las vicisitudes de la revelación en el
seno de una sociedad caracterizada por la dureza de corazón.
Las
normas Mosaicas que regulaban el divorcio (lo mismo podría decirse de las
relativas a la esclavitud) no significaban que Dios lo aprobaba. Reflejan
simplemente la intervención divina para mitigar en lo posible los males
causados por el pecado humano. Pero el advenimiento de Jesús abre plenamente
las perspectivas del Reino de Dios; yen este Reino ya no caben concesiones de desorden
moral. Sus principios éticos son absolutos.
Esto
es lo que Jesús quería decir, y de este modo, lejos de vulnerar la autoridad
del Antiguo Testamento, la confirmaba a la par que depuraba su interpretación.
Esa confirmación se apoyaba en el reconocimiento del elemento divino de la
Escritura. Si para El «la ley y los profetas» han de permanecer esencialmente
inalterables «hasta que pasen el cielo y la
tierra» (Mt. 5:18) es porque equipara la Escritura con la Palabra de Dios que
«permanece para siempre» (Is. 40:8).
Lo
incuestionable de esta postura de Jesús es reconocido aun por críticos poco
conservadores. Según indicación de Kenneth Kantzer, el profesor H. J. Cadbury,
de la universidad de Harvard, declaró en cierta ocasión que estaba mucho más
seguro de que Jesús compartía la idea judía de una Biblia infalible que de la
creencia de Jesús en su propia mesianidad; Adolf Harnack, el más destacado
historiador de la iglesia en tiempos modernos, insiste en que Cristo, con sus
apóstoles, con los judíos y con toda la Iglesia primitiva, expresa su completa
adhesión a la autoridad infalible de la Biblia; y Bultmann reconoce que Jesús
aceptó enteramente el punto de vista de su tiempo respecto a la plena
inspiración y autoridad de la Escritura."
Más
recientemente Peter Stuhlmacher ha escrito: «La enseñanza de la inspiración de
la Escritura no es aportada a la Biblia por la Iglesia en tiempos posteriores,
sino que se halla en la Biblia misma y en su correspondiente visión».
No
faltan quienes objetan que Jesús, en sus declaraciones relativas a la
Escritura, como en otras cuestiones, se adaptaba a las ideas de su tiempo,
aunque éstas no se ajustaran a la realidad ni a lo que Él pensaba íntimamente.
Pero esta hipótesis, como asevera
Lean Morris, «no puede mantenerse tras un examen seno.
No
explica por qué Jesús apeló a la Biblia cuando fue personalmente tentado. No
explica por qué citó la Escritura cuando moría en la cruz. En aquellos
momentos, su empleo de las palabras familiares de la Biblia sólo podía deberse
a que significaban mucho para Él, y no para causar una impresión favorable en los creyentes.
Se
da el caso, además, de que Jesús no se distinguió nunca por adaptarse a
creencias con las cuales no establece
acuerdo Sus ataques contra los fariseos lo demuestran. Asimismo,
Jesús repudiaba las ideas mesiánicas, nacionalistas tan
populares en su tiempo. La realidad es que seria difícil hallar un
solo caso claro en que Jesús se hubiera acomodado a las Ideas normalmente
aceptadas en cualquier esfera».
Hemos
de añadir que Jesús no sólo corrobora la autoridad del Antiguo Testamento.
Implícitamente sitúa en el mismo plano el testimonio apostólico, esencia de los
libros del Nuevo Testamento.
Era
consciente de que su magisterio habría de ser completado por la acción del
Espíritu Santo a través de los apóstoles (Jn. 15: 12-15; 14: 25,26). Ellos
serían, además de sus testigos, los intérpretes de su palabra. Por eso fueron
considerados desde el
principio «fundamento» de la Iglesia (Ef. 2:20). Sus palabras, inspiradas
por el Espíritu Santo, eran consideradas como palabra de Dios
(l CA. 2: 13; 1 Ts. 2: 13). Y si esto podía decirse de sus
mensajes orales, no hay motivo por el que no se hubiera de reconocer el
mismo hecho en sus escritos.
Las
razones que existieron para plasmar por escrito la revelación anterior a Cristo
subsistían para fijar, también mediante escritura inspirada, el testimonio y
las
enseñanzas de los apóstoles y sus colaboradores. Solo así la tradición original
permanecería libre de corrupción en el correr de los siglos.
Es
interesante notar que dos de los más grandes apóstoles, con toda
naturalidad, colocan escritos del Nuevo Testamento en pie de
igualdad con los del Antiguo. Pablo cita como texto d~ la
Escritura palabras
de Jesús registradas por Lucas (Lc. 10: 7) Junto a un
texto de Deuteronomio (1 Ti. 5: 18), mientras que Pedro como vimos-
equipara «todas» las epístolas de Pablo con «las demás Escrituras»
(2 P. 3: 16). Al
comparar el Nuevo Testamento con el Antiguo, se observa cómo
ambos se complementan admirablemente en tomo a su centro: Cristo.
Y en ambos se percibe. a través del lenguaje humano, el
hálito del Espíritu de Dios.
INFALIBILIDAD E «INERRANCÍA»
Ambos
conceptos, aplicados a la Escritura, son ampliamente aceptados con las debidas
matizaciones. Ambos se desprenden lógicamente de la inspiración de la
Escritura. Sin embargo, los términos son teológicos más que bíblicos. Por este
motivo, hemos de ser cautos en toda formulación dogmática respecto a estas
características de la Biblia.
La
etimología de «infalibilidad» nos ayuda a precisar su significado. Falibilidad
se deriva del latín fallere, que
quiere decir engañar, inducir a error, o bien ser infiel, no cumplir,
traicionar.
En
este sentido, puede decirse que la Biblia es infalible, que no induce a error y
que no traiciona el propósito con el cual Dios la inspiró. Si así no fuese, la
Escritura, como instrumento de comunicación de la revelación de Dios, carecería
de valor.
LA INERRANCIA NEOLOGISMO TEOLÓGICO INDICA LA AUSENCIA DE ERROR EN LOS
LIBROS DE LA BIBLIA.
Pero
¿qué amplitud debe darse a estos conceptos? La tendencia más generalizada en
credos y declaraciones de fe ha sido la de aceptar la infalibilidad de la
Escritura en todo lo concerniente a cuestiones de fe y conducta, mientras que
la inerrancia se ha aplicado especialmente a los hechos históricos en su
relación con la obra redentora.
Más
allá de estas posiciones, ha habido quienes han defendido la inerrancia
llevándola a extremos innecesarios, afirmando con vehemencia que en la Biblia
no existe ninguna clase de error, ni siquiera los derivados de equivocaciones
de los copistas, y soslayando cualquier problema que el texto pudiera plantear
o sugiriendo soluciones poco convincentes.
En
sentido opuesto, tampoco han faltado quienes sólo han reconocido fidedignidad a
la Escritura en lo tocante a materias doctrinales y éticas, a la par que han
negado la inerrancia en lo tocante a relatos históricos. Huelga decir que ambas
posturas adolecen de inconvenientes. La primera, de una falta de objetividad;
la segunda, de un exceso de subjetividad.
Al
hablar de infalibilidad e inerrancia, no podemos perder de vista que la
finalidad de la Escritura no es proveemos de una enciclopedia a la cual
recurrir en busca de información sobre cualquier tema. Ninguno de sus libros fue
escrito para ser usado como texto para aprender cosmología, biología,
antropología o incluso historia en un sentido científico. Lo que Agustín de
Hipona dijo acerca del Espíritu Santo podría aplicarse a la Escritura: no nos
ha sido dada para instruimos acerca del sol y de la luna; el Señor quería
cristianos, no matemáticos ni científicos.
La
revelación, y por consiguiente la Escritura, tiene por objeto dar al hombre el
conocimiento que necesita de Dios, de sí mismo y de su salvación entendida ésta
en sus dimensiones individual y social, temporal y eterna, la gran preocupación
del Espíritu Santo valga la expresión al inspirar a los escritores sagrados no era controlar su
firma de escribir a fin de no escandalizar a los científicos e historiadores
de épocas posteriores, sino guiarlos en su testimonio de los grandes hechos
salvíficos y en la fiel expresión de lo que se les había revelado.
En
cuanto al modo de ~scri.bir,
sería absurdo. Pensar que lo hubieran hecho en lenguaje diferente
del propio de su tiempo. Como subraya Ramm, «al Juzgar la inerrancia de la
Escritura, hemos de hacerlo de acuerdo .con.las costumbres,. Reglas y pautas de
las épocas en que los vanos libros fueron escritos
y no según una noción un tanto abstracta o artificial de la inerrancia».
Cuando
aplicamos este principio, muchos problemas que pudieran comprometer la
inerrancia desaparecen. Se desvanecen, por ejemplo, las supuestas divergencias
entre la
Biblia, y la Ciencia.
El
escritor describe los fenómenos del universo según las apariencias sensoriales,
sin pretender jamás impartir una enseñanza científica, Y siguiendo -como se
hace aún hoy popularmente en los modos de expresión comunes en su
tiempo. Decir que el sol «sale» o «se pone» no es darle la razón a Ptolomeo y
quitársela a Copérnico Son frases del lenguaje
común que
los propios científicos usan fuera de su ámbito profesional.
Atribuir
funciones psicológicas a determinados órganos o partes del cuerpo (riñones,
corazón, huesos, entrañas, etc.) es frecuente en el Antiguo Testamento. Desde el
punto. de Vista
científico, esto sería un dislate. Pero los hagiógrafos se limitaban a usar las
formas de expresión usuales en sus días para referirse al asiento de las
emociones y de la conciencia.
Esta
peculiaridad del lenguaje fenoménico -popular, no científico- debe ser tenida
muy en cuenta por el exegeta. Es un servicio muy pobre el que se presta a la
doctrina de. la inspiración de la Escritura cuando en algunos textos del
Antiguo Testamento, aislados de su contexto, se ven sensacionales declaraciones concedentes
con descubrimientos o logros posteriores de la Ciencia.
Citando
una vez más a Ramm, «el intérprete esmerado no tratará de hallar el automóvil
en Nahúm 1, el avión en Isaías 60, la teoría atómica en Hebreos 11:3 o
la energía atómica en 2 Pedro 3. Todos esos esfuerzos por extraer de la
Escritura teorías científicas modernas hacen más daño que bien»."
Asimismo
conviene tomar en consideración que el concepto antiguo de narración histórica
no correspondía al de nuestro tiempo ni implicaba el mismo rigor científico.
Ello nos ayuda a entender la presencia en el texto bíblico de algunas posibles
«inexactitudes» de poca monta que en modo alguno comprometen la veracidad
esencial del relato y menos aún el valor de su enseñanza.
No
podemos olvidar que los hagiógrafos, cuando escribían historia, no lo hacían
como simples cronistas, sino con una finalidad eminentemente didáctica. Sus
escritos son, más que un tratado de historia, una teología de la historia. Es
de destacar, sin embargo, que la libertad con que los escritores de la Biblia
especialmente del Antiguo Testamento trataban los hechos históricos se mantenía
dentro de los límites de la veracidad básica, como lo han demostrado
repetidamente los descubrimientos arqueológicos.
Tampoco
los textos que pudiéramos considerar documentales, como las genealogías,
revisten la exactitud que cabría esperar de un documento notarial o de una
certificación del registro civil en nuestros días. La lista genealógica de
Mateo 1 contiene «errores» si como tales interpretamos la omisión de algunos
nombres. Pero la estructura de la mencionada genealogía, dividida en tres
grupos de catorce generaciones cada uno (Mt. 1: 17), evidencia un propósito que
no era precisamente el de reproducir meticulosamente una línea genealógica
completa.
Un
ejemplo más, entre otros que podríamos citar. Marcos empieza su evangelio (Mr.
1:2) con una doble cita. La primera es tomada del libro de Malaquías; la
segunda, de Isaías. Pero Marcos atribuye ambas a Isaías. Aquí el «error» parece
clarísimo; pero se desvanece si tenemos presente la práctica normal entre los
judíos de citar textos de varios profetas bajo el nombre del principal de
ellos.
Por
supuesto, no todos los problemas relativos a la inerrancia de la Escritura son
tan fáciles de resolver. Algunos siguen esperando soluciones realmente
satisfactorias. Pero las dificultades que subsisten en torno a determinados
textos no afectan a la fidedignidad de que se ha hecho acreedora la Escritura
en su conjunto.
No
son suficientes, ni en número ni en naturaleza, para devaluar la veracidad de
la Biblia hasta el punto de reducirla a una colección de escritos humanos
plagados de errores, mitos, leyendas y contradicciones.
LO PERMANENTE Y LO TEMPORAL DE LA ESCRITURA
Una
cuestión importante al interpretar la Biblia es la determinación de aquello que
tiene un carácter invariable y general
y lo que sólo fue transitorio o particular. Atribuir a todos los textos
indiscriminadamente una vigencia perenne nos llevaría a grandes errores, a
veces graves por sus derivaciones ético-sociales e incluso espirituales.
Puede
servimos de ilustración lo prescrito en el Antiguo Testamento sobre la
esclavitud. En su día, la legislación mosaica podía considerarse de las más
avanzadas, pues no sólo suavizaba aquella lacra social, sino que tendía a
eliminarla. Pero pretender una prolongación indefinida de aquella normativa
sería una aberración, ya que las disposiciones legales del Pentateuco
respondían a la necesidad de una situación en una época concreta de la
historia, no a la voluntad de Dios. Modificada aquella situación, podían
variarse las leyes y suprimir la esclavitud, de acuerdo con los principios
morales de la revelación, los cuales ensalzan la dignidad de todo ser humano
como portador de la imagen de Dios.
Tristemente,
la falta de discernimiento entre lo temporal y lo permanente llevó a algunos
cristianos a defender la esclavitud hasta el siglo XIX apoyándose en la Biblia.
Algo
análogo acontece aún hoy en lo concerniente a la discriminación racial. No
faltan quienes opinan que los negros están condenados a un estado de
inferioridad y servidumbre perpetuas, basándose en una interpretación tan
forzada como inhumana de la maldición recaída sobre Cam, hijo de Noé (Gn.
9:22-25).
En
todo cuanto se refiere a materia legislativa, debe tenerse en cuenta que las
normas dadas a Israel en el Pentateuco estaban enmarcadas en un tipo concreto
de sociedad civil, condicionada en parte por los usos y costumbres de los
pueblos vecinos. Sólo así aquilataremos adecuadamente la elevación moral y los
acendrados principios de justicia que informaron las leyes civiles israelitas
muy superiores a los códigos de otros pueblos de aquella época relativas a la
propiedad, los préstamos, las relaciones sexuales y el matrimonio, el trabajo,
la opresión, el hurto, la administración de justicia, la violencia, el
infanticidio (asociado a prácticas idolátricas), la esclavitud, la higiene,
etc.
Pero
sería absurdo pensar que todas aquellas leyes han de seguir vigentes hoy en la
sociedad de nuestro mundo occidental. John Bright se pregunta: «¿Cómo podríamos
obedecerlas? En casos de supuesto adulterio, ¿exigiríamos a una mujer que
demostrase su inocencia ingiriendo una pócima malsana, como se preceptúa en Nm.
5: 11-31? ¿Habríamos de establecer ciudades de refugio para que los homicidas
involuntarios pudieran hallar asilo en ellas, como se ordena en Nm. 35, Dt.
19:1-13, etc.? Hacer la pregunta ya es contestarla. ¡Evidentemente no! Esas
leyes corresponden a una sociedad antigua completamente distinta de la nuestra;
aceptarlas y tratar de aplicarlas en nuestra sociedad compleja sería totalmente
ridiculous”
Aun
el lector superficial de la Biblia advierte que prácticamente todo el ritual
prescrito en el Pentateuco y ratificado en otros libros del Antiguo Testamento
había de ser abolido. Sus elementos (tabernáculo, sacerdocio y sacrificios)
tenían un carácter simbólico.
Prefiguraban
la persona y la obra de Cristo. Lógicamente, al llegar la realidad prefigurada
por aquellos símbolos, no había razón para su permanencia, como enfáticamente
asevera el autor de la carta a los Hebreos (véase especialmente He. 8:3-7, 13;
10:1-9).
Pero
los símbolos son testimonio expresivo de las verdades perennes de la santidad
de Dios, la pecaminosidad del hombre, la expiación del pecado por el sacrificio
para la reconciliación y la comunión con Dios y la rectitud de vida para
mantener esa comunión.
En
el Nuevo Testamento también hallamos textos a los que no puede atribuirse un
carácter general. Hagamos uso de un ejemplo.
La
orden dada por Jesús al joven rico (Mr. 10:17-22), extendida a todos los
seguidores de Cristo y literalmente cumplida, acarrearía a la iglesia grandes
dificultades y resolvería muy pocos problemas, aunque, por supuesto, la esencia
de aquel mandato de Jesús, es decir, la necesidad de renunciar a cuanto pueda
impedirnos seguirle, sí tiene un alcance general y permanente.
Otro
ejemplo nos lo ofrece el decreto apostólico de Hechos 15.
En
él se impone, junto a la prohibición de la fornicación -de carácter perenne- la
abstención de comer sangre o animales no degollados y carne sacrificada a los
ídolos, lo que escandalizaba a los judíos. Se comprende que esto se incluyera
en unas normas cuyo objeto era salvar a la Iglesia cristiana de la escisión en
los días apostólicos. Pero sería caer en un literalismo desmesurado aplicar lo
decidido en el concilio de Jerusalén para seguir manteniendo la prohibición de
comer sangre cuando el problema que originó ta medida había dejado de existir.
Sin
embargo, detrás de lo temporal, en el decreto de aquel primer concilio
cristiano descubrimos el principio del amor, que implica comprensión,
tolerancia, abnegación, y que debe regir la vida de la Iglesia en todos los
tiempos.
Cómo
distinguir lo permanente de lo temporal es cuestión que sólo puede decidirse
aplicando las normas
hermenéuticas. Pero en líneas generales ya podemos adelantar que ha de
considerarse permanente cuanto tiene apoyo en la Biblia por encima de
circunstancias cambiantes, y temporal aquello que más que a los principios
básicos de la Escritura responde y corresponde a situaciones concretas,
particulares y pasajeras, dadas en un lugar y en un tiempo determinados.
En
e deslinde de estos dos elementos -lo perenne y lo transitorio es, por
supuesto, necesario extremar la precaución para no ceder a la influencia del relativismo y al enfoque
existencialista con que a menudo se pretende hoy interpretar los textos
bíblicos.
Lo
que en la Biblia aparece con toda claridad corno verdad o corno norma
perdurable no debe nunca ser anulado, desdibujado o debilitado bajo la presión
de prejuicios contemporáneos. Las voces de los tiempos jamás deben desfigurar
la Palabra eterna de Dios.
LO ESENCIAL Y LO SECUNDARIO
Corno
hemos visto, tenernos razones para creer que «toda Escritura es inspirada
divinamente» y que, por consiguiente, toda Escritura es «útil». Pero esto no
significa que todos sus textos sean igualmente importantes. El pacto de Abraham
con Abimelec, por ejemplo, no puede compararse en trascendencia con el
pacto de Dios con Abraham. El rescate de Lot no tiene la misma magnitud que la
liberación de los israelitas de la esclavitud de Egipto.
Las
leyes ceremoniales del Pentateuco no alcanzan la altura incomparable del
decálogo, como el salmo 150 no puede parangonarse con el 23, el 51 o el 103. No
tiene la misma riqueza de significado la lista de los valientes de David que la
de los doce apóstoles, ni puede equipararse en significación la muerte de Jacob
con la muerte y resurrección de Jesús.
Lo
que Pablo enseña sobre las ofrendas en sus cartas a los corintios es bello y
provechoso, pero no reviste la importancia del monumental capítulo 15 de la
primera de esas cartas. Los saludos del capítulo 16 de la epístola a los
Romanos llenan una página rebosante de delicadeza cristiana, pero carecen de la
riqueza doctrinal y práctica de los capítulos precedentes. La parusía de Cristo, la resurrección,
el juicio, los cielos nuevos y la tierra nueva son de más entidad que los
detalles escatológicos. Por eso podernos hablar de lo esencial y lo
secundario, de lo central y lo
periférico en la Escritura.
No
sólo podemos, sino que debernos tornar en consideración los diferentes grados
de importancia de los textos bíblicos, destacando lo esencial corno básico para
una visión global adecuada de la Escritura y para
su correcta interpretación. A ningún pasaje se le ruede atribuir un significado
contrario al contenido fundamenta de la Biblia. Puede haber un margen de
libertad lo que no quiere decir arbitrariedad en la interpretación de textos
relativos a puntos periféricos de la revelación. Pero el núcleo esencial de la
Escritura, por su claridad, por su solidez, por ser el fundamento de nuestra
fe, debe ser expuesto y mantenido con el relieve y la integridad que le
corresponden.
Ese
núcleo de la Escritura es el que aparece a lo largo de toda la historia de la
salvación. En él hallarnos unas constantes que surgen ya en los primeros
capítulos del Génesis y se prolongan hasta el Apocalipsis: la soberanía del
Dios .creador en la grandiosidad de sus atributos, el hombre creado a Imagen de
Dios, la ruina acarreada al hombre y su entorno a causa de la caída en el
pecado, la providencia amorosa de Dios a pesar de la rebeldía humana, la acción
reveladora y redentora de Dios que tiene su cima en Jesucristo con quien
irrumpe el Reino de Dios en el mundo la expiación del pecado mediante el
sacrificio de la cruz, el progreso de la historia hacia la vitoria final
de Cri.sto sobre todas las fuerzas demoniacas que dominan
a la humanidad, la consumación del Reino y de una nueva creación.
Hemos
de insistir en que la superior entidad de estos puntos de la revelación no
merman el valor que tienen los restantes. Menos podernos pensar que sólo lo
esencial es inspirado y que carece de inspiración lo secundario. Esto
fácilmente nos conduciría a la tendría del «canon dentro
del canon»,
tan distante del concepto que Cristo y los apóstoles teman de la totalidad de
la Escritura. No podernos acercarnos a la Biblia en busca de un núcleo de
verdad divina como quien busca grano entre la paja con la idea de que el grano
debe ser retenido mientras que la paja puede ser excluida e incluso quemada.
Como
vimos, la Escritura es un organismo vivo, ninguna parte del cual puede ser
mutilada. Y así corno en el cuerpo hay unos órganos más importantes que otros y
unas partes más indispensables que otras, pero todos desempeñan una función
útil, del mismo modo todas las porciones de la Escritura responden al propósito
divino que determinó su inspiración. A través de todas y cada una de ellas
llega a nosotros la Palabra de Dios, ante la cual sólo cabe una actitud de
reverencia y sumisión.
PUNTOS CLAROS Y PUNTOS OSCUROS
Paralelamente
a lo dicho sobre lo esencial y lo secundario en la Escritura, podernos
referirnos al hecho innegable de que no todas las partes de la Biblia presentan
idéntica diafanidad. Tanto los eventos más sobresalientes en la historia de la
salvación corno las verdades básicas relativas a Dios y a su obra redentora
aparecen en la revelación con claridad, aunque no con simplicidad y a pesar de
que exijan --corno vimos en el capítulo anterior una exégesis esmerada de los
textos.
En
el estudio de la Escritura llegarnos a ver con transparencia los atributos de
Dios que presiden las obras de Dios, así corno los principios morales y
religiosos que deben regir la conducta humana.
Resulta
claro el significado de la muerte de Cristo y la
salvación del pecador por la gracia de Dios en virtud de la obra expiatoria
consumada en el Calvario y mediante
la fe. Claro es asimismo lo que concierne a la naturaleza y misión de la
Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, o lo relativo a la segunda venida de
Cristo en majestad gloriosa. Podríamos citar otros puntos importantes
igualmente caracterizados por la perspicuidad con que aparecen ante nosotros.
El material bíblico sobre el que descansan es tan abundante e iluminador que, a
pesar de las dificultades naturales para comprender algunos de ellos, resultan
realmente diáfanos. Cualquier oscuridad procederá no del testimonio de la
Escritura, sino de prejuicios filosóficos.
PERO NO PUEDE DECIRSE LO MISMO DE TODO EL CONTENIDO DE LA BIBLIA.
El
principio de 01. 29:29 (e Las cosas secretas pertenecen a Yahvéh nuestro Dios,
mas las reveladas son para nosotros») no zanja de modo simplista todos los
problemas epistemológicos. No sitúa automáticamente todas las cuestiones
relativas a conocimiento en dos zonas: la secreta, reservada exclusivamente a
Dios, y la de la revelación, en la que todo se nos muestra con claridad
radiante. En esta segunda zona hay puntos menos iluminados que otros; están
envueltos en la penumbra y en ella permanecerán.
Mencionamos
unos pocos ejemplos en forma de preguntas: ¿Cómo se produjo la caída de Satanás
y sus huestes? ¿En qué consistió el «descenso de Cristo a los infiernos»?
¿Existe una distinción esencial entre alma y espíritu? ¿Cómo armonizar las
limitaciones de la encarnación de Cristo con la conservación de sus atributos
divinos? ¿Es posible ordenar la escatología en sus detalles de modo que podamos
llegar a determinar minuciosamente todos los hechos relacionados con la parusía
del Señor?
Obsérvese
que ninguno de los puntos más o menos oscuros de la revelación bíblica es
fundamental. Y aunque el estudiante de la Biblia hará bien en esforzarse por tener la mayor luz posible sobre
todos los textos difíciles, obrará mejor si a lo largo de su investigación y
aun al final de ella mantiene una sana reserva en cuanto a sus conclusiones,
una reserva emparejada con el respeto a las opiniones diferentes de otros
cristianos igualmente amantes de la Palabra de Dios.
Un
reconocimiento sincero de la realidad respecto a los problemas planteados en
las regiones sombrías de la revelación libraría a la Iglesia cristiana de
controversias tan acaloradas como estériles, en las que suele primar el
prejuicio teológico por encima de una exégesis objetiva e imparcial.
La
teología tiene un lugar en la interpretación bíblica, pero como veremos más
adelante- un abuso en la sistematización teológica puede bloquear fatalmente el
camino hermenéutico. El exegeta no tiene por qué divorciarse del teólogo, pero
tampoco debe hacerse su esclavo. Donde halle claridad, dará gracias a Dios por
la luz. Pero cuando llegue a lugares
oscuros, se guardará de encender su propia linterna a fin de
iluminar lo que Dios, en su soberanía sabia, decidió dejar en la nebulosidad.
Aun
el más erudito en cuestiones bíblicas reconocerá que la Escritura no nos ha
sido dada para tratarla como si fuese un gigantesco crucigrama en el que aun
los detalles más insignificantes encajarán perfectamente en una solución a la
medida de nuestra curiosidad. Es cierto, del todo cierto, que el conjunto de la
Escritura muestra en la interrelación de todas sus partes una coherencia, una
unidad y una fuerza comunicativa del mensaje de Dios realmente maravillosas.
Pero
no es menos cierto que respecto a determinadas cuestiones secundarias presenta
algunos cabos sin atar. A este hecho no siempre se conforma el teólogo, tan
dado a ligarlo todo sólidamente en su afán sistematizador. El intérprete de la
Biblia ha de recordar a menudo, y con humildad, que sólo «en parte conocemos y
en parte profetizamos» (l Co.
13:9).
La
vastedad del tema de la Escritura nos impide entrar en otras consideraciones
acerca del mismo; pero lo expuesto puede ayudarnos a entender la especial
naturaleza de la Biblia, requisito preliminar e indispensable para su
interpretación.
CUESTIONARIO
1. ¿Qué valor tiene el testimonio de la propia
Escritura acerca de su origen divino?
2. ¿Por qué ha sido necesaria una revelación especial
de Dios?
3. ¿Cómo debemos entender el concepto de «inspiración»
aplicado a la Biblia?
4. ¿Cuáles son los errores más frecuentes relativos a
la inspiración?
5. ¿En qué sentido debe interpretarse la «humanidad»
de la Escritura y qué extremos deben evitarse?
6. Cítense dos ejemplos que no aparezcan en el
capitulo estudiado- de pasajes bíblicos con carácter permanente y otros dos de
textos cuyo contenido sea de carácter temporal.
¿CUÁLES SON LAS DIFERELTTES FORMAS DE LA PALABRA DE DIOS?
CAPITULO 1
EXPLICACIÓN Y BASE
BÍBLICA
¿Qué
se quiere decir con la frase «la Palabra de Dios»? En realidad, hay diferentes
significados que esa frase toma en la Biblia. Es útil distinguir estos
diferentes sentidos desde el principio de este estudio.
A. «EL VERBO DE DIOS» COMO
PERSONA: JESUCRISTO.
A
veces la Biblia se refiere al Hijo de Dios corno «el Verbo de Dios». En
Apocalipsis 19:13 Juan ve al Señor Jesús resucitado en 1::1 cielo y dice: «y su
nombre es "el Verbo de Dios"». De modo similar, al principio el
Evangelio de Juan leemos: «En el principio ya existía el Verbo, y el Verbo
estaba con Dios, y el Verbo era Dios) (Gen 1: 1).
Es
claro que Juan aquí está hablando del Hijo de Dios, porque en el versículo 14
dice: «y el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros. Y hemos contemplado
su gloria, la gloria que corresponde al Hijo unigénito del Padre)). Estos
versículos (y tal vez 1ª Jn 1: 1) son los únicos casos en que la Biblia se
refiere al Hijo de Dios como «el Verbo) o «el Verbo de Dios)), así que este uso
no es común.
Pero
sí indica que entre los miembros de la Trinidad es especialmente Dios Hijo
quién en su persona tanto como en sus palabras tiene el papel de comunicarnos
el carácter de Dios y expresarnos la voluntad de Dios.
B. (LA PALABRA DE DIOS) COMO
DISCURSO DE DIOS.
1. DECRETOS DE DIOS.
A
veces las palabras de Dios toman forma de poderosos decretos que hacen que
sucedan eventos o incluso hacen que las cosas lleguen a existir.
«Y
dijo Dios: "¡Que exista la luz!" Y la luz llegó a existir) (Gen 1:3).
Dios incluso creó el mundo animal mediante su poderosa palabra: «y dijo Dios:
«¡Que produzca la tierra seres vivientes: animales domésticos, animales
salvajes, y reptiles, según su especie!) (Gen 1:24). Así, el salmista puede
decir: «Por la palabra del Señor fueron
creados los cielos, y por el soplo de su boca, las estrellas) (Sal 33:6).
A
estas palabras poderosas y creativas de Dios a menudo se les llama los decretos
de Dios. Un decreto de Dios es
una palabra de Dios que hace que algo suceda.
Estos
decretos de Dios incluyen no sólo los eventos de la creación
original sino también la existencia continuada de las cosas, porque Hebreos 1:
3 nos dice que Cristo continuamente es «el que sostiene todas las cosas con su
palabra poderosa).
2. PALABRAS DE DIOS DE COMUNICACIÓN
PERSONAL.
A
veces Dios se comunica con personas en la tierra hablándoles directamente. A
estas se les puede llamar palabras de Dios de comunicación personal. Se hallan ejemplos en toda la Biblia.
Al
mismo principio de la creación Dios habla con Adán: «y le dio este mandato:
"Puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del
conocimiento del bien y del mal no deberás comer. El día que de él comas,
ciertamente morirás"» (Gen 2: 16-17).
Después
del pecado de Adán y Eva, Dios todavía viene y habla directa y personalmente
con ellos en las palabras de la maldición (Gen 3: 16-19). Otro ejemplo
prominente de la comunicación directa personal de Dios con las personas en la
tierra se halla en el otorgamiento de los Diez Mandamientos: «Dios habló, y dio a conocer todos
estos mandamientos: «Yo soy el Señor tu Dios.
Yo te
saqué de Egipto, del país donde eras esclavo. No tengas otros dioses además de
mi» (Ex 20: 1-3).
En el
Nuevo Testamento, en el bautismo de Jesús, Dios Padre habló con una voz del
cielo, diciendo: «Éste es mi Hijo amado; estoy muy complacido con él» (Mt 3:
17).
En
estas y otras varias ocasiones en donde Dios pronunció palabras de comunicación
personal a individuos fue claro para los que las oyeron que eran de veras
palabras de Dios: estaban oyendo la misma voz de Dios, y por consiguiente
estaban oyendo palabras que tenían autoridad divina absoluta y eran
absolutamente dignas de confianza. No creer o desobedecer alguna de esas
palabras habría sido no creer o desobedecer a Dios, y por consiguiente había
sido pecado.
Aunque
las palabras de Dios de comunicación personal siempre se ven en la Biblia como
palabras reales de Dios, también son
palabras «humanas» porque son pronunciadas en un lenguaje humano
ordinario que es entendible de inmediato. El hecho de que estas palabras se
digan en lenguaje humano no limita su carácter o autoridad divinos de ninguna
manera; siguen siendo enteramente las palabras de Dios, dichas por la voz de
Dios mismo.
Algunos
teólogos han aducido que puesto que el lenguaje humano siempre es en cierto
sentido «imperfecto», cualquier mensaje que Dios nos dirige en lenguaje humano
también debe ser limitado en su autoridad o veracidad. Pero estos pasajes y
muchos otros que registran casos de palabras de Dios de comunicación personal a
individuos no dan indicación de ninguna limitación de autoridad o veracidad de
las palabras de Dios porque fueran dichas en lenguaje humano.
La
verdad es muy al contrario, porque las palabras siempre ponen una obligación
absoluta sobre los oyentes para creerlas y obedecerlas completamente. No creer
o desobedecer alguna parte de ellas es no creer o desobedecer a Dios mismo.
3. PALABRAS DE DIOS COMO DISCURSO
PRONUNCIADAS POR LABIOS HUMANOS.
Frecuentemente
en la Biblia Dios levanta profetas por medio de los cuales habla. De nuevo, es
evidente que aunque son palabras humanas, dichas en lenguaje humano ordinario
por seres humanos ordinarios, la autoridad y veracidad de estas palabras de
ninguna manera queda disminuida; siguen siendo también palabras de Dios.
En
Deuteronomio 18 Dios le dijo a Moisés: Por eso levantaré entre sus hermanos un
profeta como tú; pondré mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo que yo le
mande. Si alguien no Presta oído a las palabras que el profeta proclame en mi
nombre, yo mismo le pediré cuentas. Pero el profeta que se atreva a hablar en
mi nombre y diga algo que yo no le haya mandado decir, morirá. La misma suerte
correrá el profeta que hable en nombre de otros dioses (Dt. 18: 18-20).
Dios
hizo una afirmación similar a Jeremías: «He
puesto en tu boca mis palabras» (Jer 1: 9). Dios le dice a Jeremías:
«Vas a decir todo lo que yo te ordene» Jer 1: 7; véanse también Ex 4: 12; Nm 22: 38; 1ª S 15:3, 18, 23; 1ª R 20:36; 2ª
Cr 20: 20; 25: 15-16; Is 30:
12-14; Jer 6: 10-12; 36: 29-31;).
A
cualquiera que aducía hablar por el Señor
pero no había recibido un mensaje de él se le castigaba severamente (Ez
13:1-7; Dt 18: 20-22).
Así
que las palabras de Dios habladas por labios humanos se consideraban tan
autoritativas y tan verdad como las palabras de Dios de comunicación personal.
No
había disminución de autoridad de estas palabras cuando eran dichas mediante
labios humanos. No creer o desobedecer alguna de ellas era no creer o
desobedecer a Dios mismo.
4. PALABRAS DE DIOS EN FORMA ESCRITA
(LA BIBLIA).
Además
de las palabras de Dios de decreto, palabras de Dios de comunicación personal y
palabras de Dios dichas por labios de seres humanos, también hallamos en las
Escrituras varios casos en los que las palabras de Dios fueron puestas en forma escrita.
El primer caso de esto se halla en la narración del
otorgamiento de las dos tablas de piedra en las que estaban escritos los Diez
Mandamientos: «y cuando terminó de hablar con Moisés en el monte Sinaí, le dio
las dos tablas de la ley, que eran dos lajas escritas por el dedo mismo de Dios» (Ex 31:18). «Tanto las tablas como la escritura grabada en ellas eran obra
de Dios» (Ex 32:16; 34:1, 28).
Moisés
escribió adicionalmente: Moisés
escribió esta ley y se la entregó a los sacerdotes levitas que
transportaban el arca del pacto del Señor, y a todos los ancianos de Israel.
Luego les ordenó: «Cada siete años, en el año de la cancelación de deudas,
durante la fiesta de las Enramadas, cuando tú, Israel, te presentes ante el
Señor tu Dios en el lugar que él habrá de elegir, leerás en voz alta esta ley
en presencia de todo Israel. Reunirás a todos los hombres, mujeres y niños de
tu pueblo, y a los extranjeros que vivan en tus ciudades, para que escuchen y
aprendan a temer al Señor tu Dios, ... (Dt 31 :9-13).
Este
libro que Moisés escribió fue luego depositado junto al arca del pacto: «Moisés
terminó de escribir en un libro todas
las palabras de esta ley. Luego dio esta orden a los levitas que
transportaban el arca del pacto del Señor: "Tomen este libro de la ley, y
pónganlo junto al arca del pacto del Señor su Dios. Allí permanecerá como
testigo contra ustedes los israelitas"» (Dt 31: 24-26).
Más
adelante se hizo otras adicciones a este libro de las palabras de Dios. Josué
«los registró en el libro de la ley de Dios» Gas 24: 26). Dios le ordenó a
Isaías: «Anda, pues, delante de ellos, y grábalo
en una tablilla. Escríbelo en un rollo de cuero, para que en los días
venideros quede como un testimonio eterno» (Is 30: 8). De nuevo, Dios le dijo a
Jeremías: «"Escribe en un libro todas
las palabras que te he dicho» Jer 30: 2; Jer 36: 2-4,27-31; 51: 60).
En el
Nuevo Testamento, Jesús les promete a sus discípulos que el Espíritu Santo les
hará recordar las palabras que él, Jesús, había dicho Gen 14:26; cf. 16:12-13).
Pablo puede decir que las mismas palabras que escribe a los Corintios «es
mandato del Señor» (1 Co 14: 37; d. 2ª P 3:2).
Claramente
se debe notar que estas palabras se consideran con todo ser palabras del mismo
Dios, aunque son escritas en su mayoría por seres humanos y siempre en lenguaje
humano. Con todo, son absolutamente autoritativas y absolutamente verdad;
desobedecerlas o no creerlas es un pecado serio y acarrea castigo de Dios (1ª
Co 14: 37; Jer 36: 29-31).
Varios
beneficios resultan de poner por escrito las palabras de Dios. Primero, hay una
preservación mucho más precisa de
las palabras de Dios para generaciones subsiguientes. Depender de la memoria y
la repetición de la tradición oral es un método menos confiable de preservar
las palabras a través de la historia que lo que es ponerlas por escrito (d. Dt
31: 12-13).
Segundo, la oportunidad
de inspeccionar repetidamente las palabras que constan por escrito
permite estudio y debate cuidadoso, lo que conduce a una mejor comprensión y
obediencia más completa.
Tercero, las palabras de Dios por escrito están accesibles a muchas más personas que
cuando se preservan meramente mediante la memoria y repetición oral. Puede
inspeccionarlas en cualquier momento cualquier persona y no están limitadas en
accesibilidad a los que las han
memorizado y los que pueden
estar presentes cuando se repiten oralmente.
De
este modo, la confiabilidad, permanencia y accesibilidad de la forma en que se
preservan las palabras de Dios se mejoran grandemente cuando se ponen por
escrito. Sin embargo, no hay ninguna indicación de que se disminuya su
autoridad o veracidad.
C. EL ENFOQUE DE NUESTRO ESTUDIO
De
todas las formas de la palabra de Dios, el enfoque de nuestro estudio en la
teología sistemática es la Palabra de Dios en forma escrita, es decir, la
Biblia. Esta es la forma de la Palabra de Dios que está disponible para
estudio, para inspección pública, para examen repetido y como base de diálogo
mutuo. Nos habla acerca del Verbo de Dios y nos lo señala como persona, es
decir Jesucristo, a quien no tenemos al presente en forma corporal en la
tierra. Por eso ya no podemos observar de primera mano e imitar su vida y
enseñanzas.
Las
otras formas de la palabra de Dios no son apropiadas como base primaria para el
estudio de teología. Nosotros no oímos palabras de Dios de decreto, y por
consiguiente no podemos estudiarlas directamente sino sólo mediante observación
de sus efectos. Las palabras de Dios de comunicación personal son raras,
incluso en la Biblia. Es más, incluso aunque oyéramos algunas palabras de
comunicación.
1Además
de las formas de la palabra de Dios mencionadas arriba, Dios se comunica a las
personas por diferentes tipos de "revelación genera!»; es decir,
revelación que la da no sólo a ciertas personas sino a todas las personas en
general. La revelación general incluye tanto la revelación de Dios que viene
mediante la naturaleza (vea Sal 19: 1-6; Hch 14: 17) y la revelación de Dios
que viene mediante el sentido interno de bien y mal en el corazón de la persona
(Ro 2:15).
Estas
clases de revelaciones son en forma no verbal, y no de las he incluido en la
lista de las varias formas de la palabra de Dios que se considera en este
capítulo. (Vea en capítulo 7, más consideración de la revelación general).
De la
forma personal de Dios nosotros mismos hoy, no tendríamos certeza de que
nuestra comprensión de ellas, nuestra memoria de ellas, y nuestro subsiguiente
informe de ellas fuera totalmente exacto. Tampoco podríamos fácilmente
comunicar a otros la certeza de que la comunicación fue de Dios, incluso si lo
era. Las palabras de Dios dichas por labios humanos cesaron de recibirse cuando
el canon del Nuevo Testamento quedó completo.' Así que estas otras formas de
las palabras de Dios son inadecuadas como base primaria para el estudio de
teología.
Es más
provechoso para nosotros estudiar las palabras de Dios como están escritas en
la Biblia. Es la palabra de Dios escrita la que él nos ordena estudiar. Es
«dichoso» el que «medita» en la ley de Dios «día y noche» (Sal 1:1-2).
Las
palabras de Dios también son aplicables a nosotros: «Recita siempre el libro de
la ley y medita en él de día y de noche; cumple con
cuidado todo lo que en él está escrito. Así prosperarás y tendrás éxito» (Jos
1:8). Es la palabra de Dios en forma de Escrituras que es «inspirada por Dios y
útil para enseñar, para reprender, para corregir y para instruir en la
justicia» (2 Ti 3: 16).
PREGUNTAS PARA APLICACIÓN PERSONAL
1. ¿Piensa usted que prestaría más atención si Dios le hablara desde el
cielo o por medio de la voz de un profeta vivo que si le hablara desde las
palabras escritas de la Biblia? ¿Creería usted u obedecería tales palabras más
prontamente que a la Biblia? ¿Piensa usted que su nivel presente de respuesta a
las palabras escritas de la Biblia es apropiado? ¿Qué pasos positivos puede dar
para hacer que su actitud hacia la Biblia sea más como la actitud que Dios
quiere que usted tenga?
2. Cuando piensa en las muchas maneras en que Dios habla y la frecuencia
con que Dios se comunica con sus criaturas por estos medios, ¿qué conclusiones
puede derivar respecto a la naturaleza de Dios y las cosas que le deleitan?
TÉRMINOS ESPECIALES
Decreto,
Palabra de Dios, comunicación personal
PASAJE BÍBLICO PARA MEMORIZAR
Sal 1: 1-2: Dichoso El Hombre Que No Sigue El Consejo De Los Malvados, Ni Se
Detiene En La Senda De Los Pecadores Ni Cultiva La Amistad De Los Blasfemos,
Sino Que En La Ley Del Señor Se Deleita, Y Día Y Noche Medita En Ella.